Dios transforma nuestra vida poderosamente a través de la oración |
James Cain
Durante años, estuve convencido
de que yo siempre tendría una vida de oración pésima. Después de ser cristiano
por más de dos décadas, oraba con poca frecuencia y por cosas al azar, si es
que lo hacía. Pero sabía que Jesús nos había dado el ejemplo de cómo debía ser
la vida de oración, y que la mía necesitaba cambiar.
Decidí,
entonces, que las semanas previas al Domingo de Resurrección le haría frente a
la situación. Me dispuse a utilizar esos días para disciplinarme y aprender de
las oraciones de otros, y comenzar el día hablando con el Señor. ¿Cuál fue la
decisión más difícil? Escoger las oraciones que utilizaría.
Usar
una oración escrita puede parecer un ritual vacío, pero la práctica tiene una
rica historia en la iglesia. Los salmos son, esencialmente, oraciones a las que
se les puso música, y el Padrenuestro sigue siendo utilizado en las iglesias,
tanto por su contenido como por ser un modelo para comunicarse con Dios.
Debido
a que yo quería ampliar y profundizar mi vida de oración, modifiqué una oración
escrita por Pacomio, un cristiano del siglo IV, por su énfasis en la Trinidad,
y utilicé las oraciones del texto The Valley of
Wisdom (El valle de
la sabiduría).
Después
de hacer un plan, puse la alarma del reloj y me fui a dormir sintiéndome
esperanzado. El primer día, a las 5:30 de la mañana, salí de la cama y murmuré
soñoliento la oración que había elegido para comenzar la rutina de la mañana.
Más tarde, al terminar ese primer día, sentí que volvía un poco de mi viejo
desánimo, porque mi “vida de oración” parecía estar muy separada de todo lo
demás que yo hacía.
Ese
patrón continuó durante la semana, pero en el séptimo día comencé a ver algunos
cambios. Comencé a esperar ansiosamente que sonara la alarma. También me veía a
mí mismo, a la oración, y al propio Jesús de una manera más clara.
Al
acudir al Nuevo Testamento, me di cuenta de que lo que estaba experimentando
era lo que nos sucede cuando tenemos un encuentro con Jesús y nos ponemos en
sus manos con un corazón humilde: el Señor transforma nuestra vida, suple
nuestras necesidades, y nos comisiona para proclamar su nombre y su reino
eterno.
El ejemplo de Pedro
Pensemos en Pedro, conocido
tradicionalmente como un pescador rudo e impetuoso. Cuando se encontró con
Jesús, algo cambió tan repentinamente en él que dejó sus redes —probablemente
un negocio familiar por varias generaciones —para seguir al Maestro. Uno de sus
primeros encuentros con Jesús tuvo lugar después de una noche de pesca
infructuosa. A instancias de este carpintero de Nazaret, Pedro se aleja de la
costa para lanzar por última vez las redes. Cuando la embarcación casi se hunde
bajo el peso de los peces, Pedro se ve a sí mismo —y a Jesús— más claramente
que nunca. “Apártate de mí, Señor”, le dice, “porque
soy hombre pecador” (Lucas 5.8). Pero Jesús llama a Pedro a
seguirle, y le promete que él más bien “pescará” hombres.
Encontrarnos
con Jesús en oración debe inspirarnos a vernos a nosotros mismos como se veía
Pedro. La oración genuina requiere primero el reconocimiento de que la
situación es sombría, y de que somos peores de lo que pensábamos.
No
venimos al Señor en nuestra mejor condición, necesitando ser transformados para
llegar a la meta. Es decir, tenemos la desesperante necesidad de ser rehechos y
moldeados de nuevo por Aquel que nos hizo, para empezar.
En
mi experimento, descubrí que yo estaba comenzando a verme a mí mismo con la
claridad de Pedro, gracias al Salmo 51. Este salmo, que está incluido en la
oración de Pacomio, comienza con David clamando por misericordia por su pecado
con Betsabé. La porción más conocida es la petición que hace David de ser
renovado, y encontré que su ruego —“Crea en mí, oh
Dios, un corazón limpio” (v. 10)— resonaba en todas mis
reuniones y tareas diarias.
Así
como lo hizo con Pedro, el Señor nos busca algunas veces de manera específica.
En otras, encontrarse con Él requiere perseverancia de nuestra parte. Por
ejemplo, cuando cuatro hombres trajeron a su amigo paralítico a Jesús,
descubrieron que Él estaba más allá de su alcance. Pudieron haberse regresado a
sus casas, o pudieron haber esperado un día más. Pero, en vez de eso, llevaron
a su amigo al techo, hicieron un agujero, y lo bajaron al interior de la casa.
La reacción de Jesús no fue de enojo, sino de compasión: “Hombre,
tus pecados te son perdonados” (Lucas 5.20).
Después
de esto, Él también demostró su autoridad curando la parálisis del hombre. La
tenacidad de esos hombres para llegar a Jesús tuvo un impacto permanente en
todos los que estaban allí. Eso pudiera también ilustrar algo importante en
cuanto a la oración: No necesitamos llevar solos nuestras cargas.
Para
un solo hombre, llevar a su amigo a Jesús habría sido muy difícil, pero cuatro
hombres compartieron la carga y se animaron unos a otros en el camino. “Sobrellevad los unos las cargas de los otros”, escribe
Pablo (Gálatas 6.2). Podemos hacer esto fácilmente cuando
hablamos al Señor en favor de otros.
Sólo cuando escuchamos a Dios y caminamos en Su voluntad, aseguramos la victoria |
Una práctica que demanda perseverancia
Como todas las disciplinas
espirituales, la oración es una práctica, pero no en el sentido de algo que se
haga esporádicamente. La raíz griega de práctica significa simplemente “hacer”. Y, como cualquier ejercicio, al
orar una y otra vez aprendemos la naturaleza esencial de la oración.
No
se trata simplemente de una práctica diaria; Jesús es el único que fue capaz de
tener una vida intachable. Nosotros, también, estamos llamados a tener esa
vida, y lo hacemos en parte cuando oramos.
Hace
poco llevé mi hijo al médico. En la sala de chequeos, la enfermera hizo una
señal para que se dirigiera hacia una mesa, que tenía un estribo. La mesa no
está hecha para la comodidad o conveniencia del paciente, sino para dar al
médico la mejor posición para examinar y tratar el paciente.
La
oración se parece un poco a ese estribo que mi hijo utilizó para subir a la
mesa. Lo usamos para subir a la mesa, para que el Gran Médico pueda realizar el
chequeo espiritual en nosotros, que solamente Él es capaz de hacer.
El
pasaje de la Biblia que promete que podemos mover montañas, a veces nos guía a
ver a la oración como una clase de teléfono para emergencias que nos garantiza
resultados por la acción. Sin embargo, el único resultado garantizado por la
oración, es una persona transformada. La oración produce milagros en las
personas, y el resultado ayuda a la persona a entender que debe buscar la
gloria de Dios en vez de la suya propia.
Hablar con Dios
Hablar
con Dios es un medio, no un fin. Pero ¿un medio para qué? Pensemos en cómo el
encuentro con Jesús en Marcos 10.47 demuestra la manera como la oración puede
llevarnos a Dios, poniéndonos bajo su misericordia. Bartimeo clamó: “¡Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí!” El
clamor del ciego —su oración— lo trajo a Jesús, de quien recibió la vista. A
medida que avanzaban las semanas, llegué a reconocer que la oración estaba
haciendo lo mismo en mí. Ella no solo estaba abriendo mis ojos, sino también
sanándolos.
Comencé
a ver mi falta de oración como lo que era realmente: orgullo. Era arrogante en
mi autosuficiencia. Había estado enfocado en lo que consideraba más importante.
Pero esa oración diaria me obligaba a confrontar las mismas cosas cada día: la
soberanía de Dios y mi impotencia; mi pecaminosidad y la misericordia de Dios;
mi dureza de corazón y el gran amor de Dios.
Juan
Wesley escribió: “Dios no hace nada sino
en respuesta a la oración, y lo hace todo con ella”. Después de varias
semanas, experimenté esa verdad. Había comenzado mi peregrinación con la
esperanza de que Dios cambiara mi vida de oración y que le diera una mejor
estructura y más frecuencia.
Sí,
ambas cosas sucedieron, pero no de la manera que yo esperaba. Mis oraciones me
llevaron a Jesús, quien, como un gentil artesano, cambió mis oraciones al
cambiarme primero a mí. (Tomado del Sitio Encontacto.org)
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