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Los milagros sencillamente ocurrirán si nos atrevemos a creer en Dios |
Fernando Alexis Jiménez
Su historia era demasiado simple; tanto que nadie
medía el dolor que había arrastrado desde niño. Reía, lloraba y canturreaba.
Todo de acuerdo con su estado de ánimo. Una persona normal, en circunstancias
normales, en una ciudad normal. Sin embargo no era feliz.
Se
cansó de recorrer las mismas distancias entre la cama, la mesita de la
habitación y una estancia más grande, de barro apretado y cal, que hacía las
veces la sala de estar. Parecía estar condenado a lo mismo. Era ciego.
De
niño su madre le describía el hermoso mundo que le rodeaba. Anhelaba poder
apreciarlo, pero debía resignarse a imaginar el rostro de chicos que—igual que
él—reían mientras jugaban en la calle polvorienta del abigarrado conjunto de
casas donde vivía.
Las
sombras se convirtieron en su vida diaria. Nunca sabia cuando la luz del sol
bañaba con intensidad el caserío ni el momento en que las sombras de la noche
cobijaban todo alrededor.
El
curso de su historia cambió. Fue el día menos previsto. Le hablaron del Señor
Jesús. Todos hablaban maravillas de él. Unos decían que era profeta, otros que
Elías y muy pocos se atrevían a insinuar que era el Hijo de Dios. Salió a la calle. El murmullo de
los curiosos lo atraía. Y aunque no pudiera verlo, aguzó su oído para
percatarse de todo cuanto ocurría. “Ahí
viene... ahí viene”, gritaron unas mujeres.