Dios debe reinar en nuestra familia, no hoy sino siempre |
Por Fernando Alexis Jiménez
Lucía
tuvo una discusión con su esposo. Una diferencia que pudo resolverse a tiempo.
Fácilmente, de haber hecho un alto en el camino. No obstante, no supo cuándo
detenerse. Las ofensas subieron de tono. Su esposo no respondió palabra.
Simplemente salió, y nunca volvió. Los esfuerzos de la joven mujer por
encontrarlo, resultaron infructuosos.
Ramiro se enredó con una mujer
distinta de su esposa, con solo responder a un mensaje en las redes sociales.,
Palabras que despertaron inicialmente su curiosidad y que se convirtieron, a la
postre, en las puertas abiertas para un encuentro extramarital. Su esposa lo descubrió y decidió romper con
su relación matrimonial. Aunque Ramiro le juró una y mil veces que jamás lo
volvería a hacer, ella no desconoció su promesa sino que se fue a trabajar a
otra ciudad.
Sergio se enteró un domingo en
la tarde que su hijo de 16 años estaba inmerso en las drogas. Le recriminó pero
pasó la hoja a la historia. No volvió a hablar del asunto. Ni siquiera lo
abordó con su esposa Marta. El muchacho murió dos años después por una
sobredosis de heroína. Estaba con otros chicos consumiendo drogas. Sergio aún
se lamenta por no haber intervenido a tiempo. Es consciente que pudo cambiar el
curso de los acontecimientos de su primogénito. Sencillamente no actuó
oportunamente.
Tres historias aisladas que
tienen un denominador común: Malas decisiones. Y una conclusión que salta a la
vista: Una buena o mala decisión marca la diferencia.
Dios debe primar en la relación de familia
Una
familia como cualquiera otra, en una ciudad de las tantas que hay en
Latinoamérica, un día como tantos otros del calendario, pero algo distinto:
Estaban discutiendo el divorcio. Imagine la escena: La esposa recrimina a su
marido porque no le dedica tiempo, porque llega tarde del trabajo, porque no
ayuda a los niños a hacer sus tareas y porque el fin de semana lo pasa con sus
amigos. El esposo por su parte se queja de los descuidos de la mujer, de que
chismorrea todo el tiempo por teléfono, de no tomar decisiones a tiempo sin
antes consultarla con su madre y, por último, de ser botarates.
Definen el día en que irán donde
el abogado. “Escoge tu a quien quieras,
lo que soy yo, no voy a poner objeciones para firmar la separación”, le
dice el hombre visiblemente alterado. Se le agotó la paciencia. Sus palabras
son tomadas por su cónyuge como una ofensa. “Ya ves: Tus actitudes le dan la razón a mis quejas”. Concluye el
día con una profunda desazón. Creen que no hay salida al laberinto.
Es una escena que se repite con
frecuencia. La protagonizan hombres y mujeres que procuran vivir el matrimonio
a su manera y que marginan a Dios de sus vidas. Frente a las dificultades,
hacen acopio de toda la artillería de libros sobre sicología, motivación o
superación que han leído. No obstante, sus esfuerzos resultan vanos e
invariablemente les conducen al desaliente. Es en ese momento cuando optan por
separarse.
El especialista, Gary Rosberg,
escribe: “Cuando
los círculos se dejan abiertos, los conflictos se acumulan y se apilan unos
tras otros. El enojo acude. El lazo matrimonial se tensa. La amargura pesa en
el corazón. Y dos personas que una vez estuvieron muy merca una de la otra, y
muy conectados, llegan al nivel de rechazo mutuo cada vez más.” (Gary y Barbara
Rosberg. “Matrimonios a prueba de divorcio”. Editorial Unilit. EE.UU. 2005. Pg. 100)
Problemas inevitables
Los tropiezos son inevitables en toda relación humana
y pueden tornarse más frecuentes en la relación de pareja. No podemos olvidar
que se trata de un proceso en el que se unen dos vidas bajo un mismo techo. Los
conflictos que inicialmente desatan desánimo y desilusión, van tomando fuerza
hasta convertirse en factores determinantes para el divorcio.
¿Hay una salida? Por supuesto
que sí. Está en Jesucristo. Cuando le concedemos el primer lugar en nuestras
vidas la perspectiva cambia. Comprendemos que hay alternativas distintas a
divorciarse.
Darle el primer lugar al Señor
es la mejor decisión que podemos tomar y de la que, sin lugar a dudas, jamás
nos arrepentiremos.
Hace muchos siglos un guerrero
que mantenía una vida intensa de trabajo, pero aun así velaba por su familia y
la fidelidad a Dios, reunió a una multitud y a sus líderes. Le estoy hablando
de Josué, el conquistador de la tierra prometida. Después de exponerles las
enormes bendiciones que tenían enfrente, los confrontó: “Pero si te niegas a servir al Señor, elige hoy mismo a
quién servirás. ¿Acaso optarás por los dioses que tus antepasados sirvieron del
otro lado del Éufrates? ¿O preferirás a los dioses de los amorreos, en cuya
tierra ahora vives? Pero en cuanto a mí y a mi familia, nosotros serviremos al Señor.”(Josué
24:15. NTV)
Por encima de los tropiezos de
la cotidianidad, de los malos momentos que amenazan con robarnos la paz interior,
de las desavenencias con su cónyuge, Josué tenía muy claro en su corazón que
Dios debía ocupar el primer lugar en su vida y en la de su familia.
Esa perspectiva no solo es
importante sino que se constituye en una decisión que puede marcar la diferencia
en la existencia de todos nosotros. ¡Dios debe reinar en nuestra relación
familiar! Él nos asegura la victoria si le permitimos guiarnos.
Si
no ha recibido a Jesús como Señor y Salvador, hoy es el día para que lo haga.
Puedo asegurarle que nuestro amado Salvador traerá cambio a su vida y a su
familia…
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